El proyecto de reforma tributaria es razonablemente claro y bien escrito. Se entiende lo que se quiere. Se usan las palabras técnicamente adecuadas y se recurre a conceptos ya definidos en el derecho común y los principios financieros. Desde ya, esto se agradece y sin duda facilita la discusión para aprobar, modificar o rechazar lo que se quiera por quienes deban hacerlo y luego la aplicación de la normativa por parte de quienes somos simples obreros de los impuestos.
En cuanto al fondo del proyecto, coexisten “dos almas” opuestas y divergentes desde el punto de vista de la política pública tributaria.
La parte que se suponía medular a lo anunciado en la campaña presidencial, esto es, la simplificación e integración, hace exactamente lo que una política pública general debe hacer: corregir técnicamente lo malo sin generar otras consecuencias negativas derivadas de aquella corrección. En efecto, se termina con la renta atribuida; se termina con el castigo al crédito por Impuesto de Primera Categoría; simplifica el sistema de tributación de retiros y elimina registros y controles innecesarios; hace más fácil la declaración y la fiscalización, considera necesario mantener la tasa de 27% para no afectar las proyecciones de mediano plazo (claro, podría haberse discutido si había espacio fiscal para haberla dejado en 25% pero razones habrán para su mantención); ofrece un sistema simple para las PYME con franquicias de tasa razonables. Muy razonable también, más allá del detalle, la ampliación al concepto de gasto y la tipificación de parte relacionada tributaria. En resumen, un Óptimo de Pareto como Política Pública, se simplifica el modelo para todos.
Contrario a lo anterior, la parte de la reforma que propone modificar los procedimientos del SII, en búsqueda de “certeza jurídica” debilita fuertemente otro mandato legal, su función fiscalizadora. Si uno se limita a leer las modificaciones propuestas al Código Tributario, pensaría que el SII es una institución extremadamente ilegal y abusiva, sólo comparable a las pulperías de los cuentos de Baldomero Lillo, una institución sin rostro que amparada en la burocracia y entregada a su crapulencia, se solaza en la ilegalidad, arbitrariedad y displicencia. Definitivamente, no es así. Por cierto, situaciones de abuso, ilegalidad o displicencia hay en toda institución, pública y privada y siempre deben ser corregidas. El punto es cómo se efectúan legislativamente esas mejoras y como se materializa el control de legalidad y calidad de los actos administrativos en un servicio público con millones de usuarios permanentes y una dotación siempre escueta. Se proponen en el proyecto un conjunto obligatorio de plazos, requisitos, ventanillas de respuesta inmediata, instancias de conciliación en variadas etapas, preclusiones, prescripciones, publicidades funcionarias, silencios circunstanciados y otros cuyo sustrato es tan ideológico como en su minuto fue la construcción de “renta atribuida”. Hay muchas otras alternativas para el principio buscado que no implican mermar facultades necesarias del SII. No hay aquí Óptimo de Pareto como Política Pública, se busca una mal entendida “certeza jurídica” por la vía de mermar funciones legales y necesarias propias de la institución.